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sábado, 3 de mayo de 2025

Ha muerto Francisco, el papa que incomodó al mundo desde el amor radical

 




Por Óscar Suárez

Ha muerto el papa Francisco, el argentino locuaz que por primera vez llevó a América Latina a ocupar la silla de Pedro. Su pontificado, lejos de pasar inadvertido, será recordado por sus gestos insólitos, sus palabras desconcertantes y una forma de ser papa que descolocó a muchos. A menudo, nadie entendía por qué actuaba así. Desconocían, entre otras cosas, que era jesuita.

Los jesuitas, miembros de la Compañía de Jesús, son una orden religiosa fundada en 1540 por un exsoldado español llamado Ignacio de Loyola. Pero más allá de sus orígenes, muchos ignoran que, en 1974, durante su Congregación General número 32, esta orden hizo una "opción preferencial por los pobres". No fue una sugerencia, fue un imperativo ético, como lo expresó con claridad su entonces superior general Pedro Arrupe. Esa opción marcó para siempre la vocación de Jorge Mario Bergoglio, como sacerdote, obispo, cardenal y, finalmente, papa.

Desde allí nace su compromiso inquebrantable con los excluidos. Francisco no abrazó a los homosexuales, a los presos ni a los pobres porque celebrara la homosexualidad, el delito o la miseria, sino porque comprendía que esos eran los rostros olvidados de Dios. Su mensaje fue siempre claro: también ellos son hijos del Padre.

Francisco no fue un teólogo brillante ni un filósofo elocuente. Lo suyo fue la pastoral. La pastoral que actúa, que bendice, que transforma el Evangelio en hechos tangibles. Tal vez por eso pronunció frases que escandalizaron a los teólogos y cardenales más ortodoxos. Como aquella que decía: “Toda religión puede llevar al hombre a Dios”. Para sus críticos, esa frase relativizaba el mensaje doctrinal de la Iglesia. Para Francisco, era simplemente una verdad práctica que se confirmaba en la vida de tantos hombres y mujeres de fe.

No le interesaban las disquisiciones abstractas. Él vivía en lo concreto. En el abrazo. En el servicio. En lo real. Así fue como pasó de las palabras a los hechos: hizo prefecta de un Dicasterio (algo así como un ministerio del Vaticano) a la monja Simona Brambilla, una decisión sin precedentes en la historia eclesial, donde esos cargos siempre habían sido reservados a cardenales varones. Para Francisco, revalorizar a la mujer no era hacer discursos; era darle poder real, con decisiones que cambiaran estructuras.

Tampoco se entendió —o no se quiso entender— que ordenara a los sacerdotes ofrecer una bendición pastoral (no sacramental) a las parejas homosexuales en su documento Fiducia Supplicans. No era una concesión ideológica. Era una respuesta desde su identidad de pastor que no excluye, sino que acoge a toda oveja herida.

Vivió sin lujos, rechazó la pompa vaticana, y con su testimonio desafió a obispos y sacerdotes a abandonar lo que él llamó la “psicología de príncipes”. Denunció como escándalo el uso de autos lujosos por parte del clero y se opuso firmemente a los "obispos de aeropuerto", más atentos al protocolo que al pueblo.

En esa misma fidelidad pastoral, enfrentó con valentía uno de los más dolorosos y oscuros capítulos de la Iglesia: los abusos sexuales cometidos por sacerdotes. Desde la residencia Santa Marta, Francisco afirmó con contundencia que “la Iglesia llora por los crímenes de abuso sexual” y calificó estos actos como “rituales satánicos”. No solo pidió perdón en nombre de toda la Iglesia, sino que dio pasos concretos: creó una comisión mundial para la protección de menores, integrada por mujeres y laicos, con el fin de atender a las víctimas y prevenir nuevos abusos. Con ello, marcó un antes y un después en la manera en que la institución aborda esta tragedia.

Su vida fue la puesta en escena del Evangelio en su forma más pura y más incómoda. Por eso, generó tanto rechazo como amor. Entendió que su misión no era custodiar dogmas vacíos desde escritorios dorados, sino estar junto a los más pequeños, como se lo pedirá algún día el Padre en el banquete prometido: porque cuando tuvo hambre, lo alimentaron; cuando estuvo preso, lo visitaron; cuando estuvo desnudo, lo cubrieron.

Francisco fue, más que un papa, un pastor. Y en esa fidelidad pastoral, quizás esté el mayor legado de su paso por la historia. Nos desafió a vivir la fe con hechos, y no con palabras. A amar, no a juzgar. A acoger, no a excluir. A vivir, en fin, el Evangelio con la radicalidad del amor.


Bendito seas, Papa Francisco.


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