Por Óscar Suárez
Ha muerto el papa Francisco, el argentino locuaz que por
primera vez llevó a América Latina a ocupar la silla de Pedro. Su pontificado,
lejos de pasar inadvertido, será recordado por sus gestos insólitos, sus
palabras desconcertantes y una forma de ser papa que descolocó a muchos. A
menudo, nadie entendía por qué actuaba así. Desconocían, entre otras cosas, que
era jesuita.
Los jesuitas, miembros de la Compañía de Jesús, son una
orden religiosa fundada en 1540 por un exsoldado español llamado Ignacio de Loyola.
Pero más allá de sus orígenes, muchos ignoran que, en 1974, durante su
Congregación General número 32, esta orden hizo una "opción preferencial
por los pobres". No fue una sugerencia, fue un imperativo ético, como lo
expresó con claridad su entonces superior general Pedro Arrupe. Esa opción
marcó para siempre la vocación de Jorge Mario Bergoglio, como sacerdote,
obispo, cardenal y, finalmente, papa.
Desde allí nace su compromiso inquebrantable con los
excluidos. Francisco no abrazó a los homosexuales, a los presos ni a los pobres
porque celebrara la homosexualidad, el delito o la miseria, sino porque
comprendía que esos eran los rostros olvidados de Dios. Su mensaje fue siempre
claro: también ellos son hijos del Padre.
Francisco no fue un teólogo brillante ni un filósofo
elocuente. Lo suyo fue la pastoral. La pastoral que actúa, que bendice, que
transforma el Evangelio en hechos tangibles. Tal vez por eso pronunció frases
que escandalizaron a los teólogos y cardenales más ortodoxos. Como aquella que
decía: “Toda religión puede llevar al hombre a Dios”. Para sus críticos, esa
frase relativizaba el mensaje doctrinal de la Iglesia. Para Francisco, era
simplemente una verdad práctica que se confirmaba en la vida de tantos hombres
y mujeres de fe.
No le interesaban las disquisiciones abstractas. Él vivía
en lo concreto. En el abrazo. En el servicio. En lo real. Así fue como pasó de
las palabras a los hechos: hizo prefecta de un Dicasterio (algo así como un
ministerio del Vaticano) a la monja Simona Brambilla, una decisión sin
precedentes en la historia eclesial, donde esos cargos siempre habían sido
reservados a cardenales varones. Para Francisco, revalorizar a la mujer no era
hacer discursos; era darle poder real, con decisiones que cambiaran
estructuras.
Tampoco se entendió —o no se quiso entender— que ordenara
a los sacerdotes ofrecer una bendición pastoral (no sacramental) a las parejas
homosexuales en su documento Fiducia Supplicans. No era una concesión
ideológica. Era una respuesta desde su identidad de pastor que no excluye, sino
que acoge a toda oveja herida.
Vivió sin lujos, rechazó la pompa vaticana, y con su
testimonio desafió a obispos y sacerdotes a abandonar lo que él llamó la
“psicología de príncipes”. Denunció como escándalo el uso de autos lujosos por
parte del clero y se opuso firmemente a los "obispos de aeropuerto",
más atentos al protocolo que al pueblo.
En esa misma fidelidad pastoral, enfrentó con valentía
uno de los más dolorosos y oscuros capítulos de la Iglesia: los abusos sexuales
cometidos por sacerdotes. Desde la residencia Santa Marta, Francisco afirmó con
contundencia que “la Iglesia llora por los crímenes de abuso sexual” y calificó
estos actos como “rituales satánicos”. No solo pidió perdón en nombre de toda
la Iglesia, sino que dio pasos concretos: creó una comisión mundial para la
protección de menores, integrada por mujeres y laicos, con el fin de atender a
las víctimas y prevenir nuevos abusos. Con ello, marcó un antes y un después en
la manera en que la institución aborda esta tragedia.
Su vida fue la puesta en escena del Evangelio en su forma
más pura y más incómoda. Por eso, generó tanto rechazo como amor. Entendió que
su misión no era custodiar dogmas vacíos desde escritorios dorados, sino estar
junto a los más pequeños, como se lo pedirá algún día el Padre en el banquete
prometido: porque cuando tuvo hambre, lo alimentaron; cuando estuvo preso, lo
visitaron; cuando estuvo desnudo, lo cubrieron.
Francisco fue, más que un papa, un pastor. Y en esa
fidelidad pastoral, quizás esté el mayor legado de su paso por la historia. Nos
desafió a vivir la fe con hechos, y no con palabras. A amar, no a juzgar. A
acoger, no a excluir. A vivir, en fin, el Evangelio con la radicalidad del
amor.
Bendito
seas, Papa Francisco.